El desarrollo natural es posible a través de la conciencia

La conciencia natural ha de estar presente en los niños de cada generación para la supervivencia

7 de noviembre de 2010

Todos los espíritus



En estos días se aprecia el cambio grueso de estación: el sol se aleja, las plantas se contraen y pliegan su energía, y los animales descansan preparando su hibernación.

La vida que exuberaba hasta hace poco en las hojas verdes parece haberse retirado, como si se recogiera bajo la tierra, y el pleno vigor abandonara a los seres vivos, hasta el punto de que muchas especies nos hacen dudar si siguen realmente vivas o no. Esto se une a la aparición de los fenómenos climáticos que transforman el ambiente natural: cambian radicalmente la percepción del panorama, envuelven la atmósfera de una luz tornasolada acentuando las sombras y una mayor oscuridad, las nieblas confunden los contornos y escatiman detalles diferenciadores entre las formas, las humedades del rocío previas a las heladas matizan los olores mezclando todos los elementos (agua, tierra, madera…), los cambios de tonalidades en los ropajes de la vegetación se suman a la sensación térmica que invita al recogimiento buscando el fuego. Ese mismo fuego utilizado para quemar los rastrojos y las podas de las cosechas, para cocinar las carnes que se almacenan para alimentarse con el frío, y para poder iluminarse. Tradicionalmente era el momento de hacer balance de los ganados suministrados y se quemaban en la hoguera los huesos de los sacrificados. Todos estos elementos apartan al hombre rústico de los estímulos sensoriales y le inspiran a observar el misterio que emana más allá de la vida que desaparece. Ahí es donde siente los espíritus durmientes, más cercanos que nunca, de todos los elementos de la vida.

Los celtas celebraban la comunión con los espíritus difuntos, entendidos como una unidad, es decir, sin separación entre ejemplares o especies naturales. La energía de la vida es una sola, y la ocasión en que ésta parece descansar también se aprovecha para sentir su latido ahí subyacente. Desde luego, aunque parezca una contradicción, la ausencia de vida visible empuja también a recogerte mentalmente, te hace volver hacia una introspección más sosegada, hace más evidente la sensación de que aquí hay una vida preciosa; una vida que ha desplegado su abanico explotando durante los meses cálidos y que, como una marea, volverá a hacerlo en cuanto las fuerzas condensadas vuelvan a empujar hacia afuera. No se trata tanto de celebrar la muerte sino de contemplar el penetrante potencial pasivo del yermo antes de activarse volcando en formas de vida concretas.

Los druidas lo experimentaban como una intervención mágica donde las leyes mundanas del tiempo y el espacio quedan temporalmente suspendidas y la “barrera entre los mundos” desaparece. No hay más que caminar durante esta época entre una zona boscosa o por una ladera agreste para sentir esa magia: destacan los rigores del clima, el reino mineral parece prevalecer sobre el vegetal y el animal, éstos en letargo; el paisaje se vuelve más uniforme, con menos referencias de seres vivos, y el último periodo de tiempo parece no haber transcurrido, como si se hubiera quedado congelado en el año anterior.

Los Celtas celebraban entonces el Año Nuevo, el Samhain, en que se daban por finalizadas las cosechas y comenzaba el tiempo de invierno. Los romanos también celebraban en las mismas fechas una fiesta de la cosecha en honor a Pomona, el espíritu de los árboles frutales, donde destacaban las manzanas.

Hoy día los nabos y las calabazas que los pueblos celtas cosechaban siguen simbolizando la fiesta de Todos los Santos (Halloween abreviado en irlandés), y los niños se disfrazan para buscar las ofrendas valiosas que antiguamente se dejaban a los espíritus en alguna hornacina como nexo entre las casas y el ambiente natural.