Los campos agrarios de labor son hoy el escenario donde se cruzan el potencial de la naturaleza en todo su apogeo con la actividad del hombre saliendo adelante con su civilización. Es pues el escenario donde observar y sentir los contrastes más brutales.
Las franjas confinadas de bosque tradicional son baluartes deliciosos que te acogen cálidamente para entregarte sus esencias de la vida: la flora silvestre con colores delicados, olores persistentes, sabores recios, sonidos tímidos y formas desniveladas. El aire se desplaza libre por la inmensa cúpula a la que se abre la llanura. La respiración es un ejercicio austero por el que tu cuerpo se abre igualmente ante el espacio informe. En lontananza se distribuyen las tierras de labor agraria que hogaño sirven de renta a familias que apenas conservan su carácter rural.
En esta ocasión se divisan tierras casi abandonadas, sus propietarios no las han cuidado, no las han mantenido en vigor, libre de maleza, para que desarrollen su volumen máximo de flores y frutos. No han gastado millones de litros de agua robados del subsuelo para una tierra árida y gastada. Tampoco han repartido los habituales kilos de pesticidas entre sus hojas. Pero eso no es debido a un cambio repentino en la perspectiva de los agricultores, no es que se hayan parado a observar el ciclo natural según las estaciones con la mínima interferencia humana, ni permitido que las plantas sigan su evolución de acuerdo al terreno, flora, fauna y clima. En realidad es debido a unos simples cálculos aritméticos.
Así pues encuentras tierras que parecen arrasadas por un ciclón, con las raíces de plantas destruidas fuera de los hoyos que las contenían. La sensación de devastación es abrumadora: plantas sacrificadas por centenares y miles, sin otra consideración más que la de no ser rentables en este ciclo económico, en un campo baldío.
Un terreno donde siempre ha abundado la vida, representó en su momento la competición mercantil, la guerra del capital y finalmente el escenario de la muerte. Muchos campos de hoy parecen propios de la guerra de nuestros abuelos, cuando sus cuidadores los dejaron para ser soldados lejos en el frente.
En la hora de esta introspección resultó encontrarme un cachorro de zorro, agitando su cola como una enseña pacífica que anuncia concordia. Dura tarea la de sobrevivir en un escaso hábitat acorralado por la tala y la inconsciencia. Paseaba señorial repartiendo dignidad, presuroso y calmo a un tiempo. Ahora pertenezco a su dominio y me avengo a su gracia, me siento bienvenido a esta órbita de armonía y puedo sonreír aplacado.
En contraste, las tierras de viñedo que permanecen boyantes auguran un rendimiento óptimo. Quienes presumen de ser sus dueños trabajan con ahínco en ellas, pero no perciben el aliento de la vida que comparten con ellas, ni valoran la magnífica sencillez desnuda de aquello que se entrega sin pedir ni esperar nada. Son simplemente objetos productores en serie, números que computan en sus cuentas del dinero y del orgullo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario