El desarrollo natural es posible a través de la conciencia

La conciencia natural ha de estar presente en los niños de cada generación para la supervivencia

12 de mayo de 2010

Profesor y barrendero



Hace 25 años, cuando yo era un niño, nuestro país vivía un idilio sin precedentes en el que las personas soñaban con hacer prosperar a sus hijos gracias a las deslumbrantes perspectivas de la educación que había empezado a despuntar. Antes de entrar en el paroxismo de la boyantez económica, toda la confianza estaba depositada en la educación para conseguir ascender en la escala social y poder conectar a la propia familia, por muy humilde y analfabeta que hubiera sido, con el mundo civilizado de una vez por todas.
Esta euforia contenida pronto degeneró en una carrera alocada por situarse en la sociedad bien rodeado con un buen trabajo, y la primitiva inocencia descubrió que ya no era tan decisiva la formación humana para destacar y tener éxito. Bastaba con tener las ideas claras y concentrarse en los objetivos deseados, a partir de ahí el suculento maná ya no dejaría de manar.

Pero en esos primeros tiempos del despertar de la educación universal en este país lastrado por la incultura, todo eran buenos augurios. ¡Qué triste decepción ver que hoy esos mismos profetas han rebajado sus expectativas conformándose con situarnos a la cabeza del deporte profesional mundial!

Hubo un tiempo en que la figura del profesor o el maestro local, como tradicionalmente se le conocía, gozaban del mayor prestigio y admiración posible. Estaban por encima del médico, el sacerdote y el juez de paz. Y por fin llegó el momento culminante en que todas las casas de los pueblos y aldeas de este país consiguieron colocar a sus ocupantes en alguna escuela o colegio, aspirando así a la gloria popular que los antepasados habían visto pasar de largo.

Recuerdo a mis profesores de entonces haciendo cálculos sobre cuántos estudiantes suyos conseguirían coronarse como titulados superiores, sembrando ya así el espíritu de la competencia feroz entre compañeros.
Un lema que repetían a diario era: “estudia más para no acabar siendo un barrendero”. Debe de ser por eso que inconscientemente llegué a sentirme superior a los barrenderos que me cruzaba por la calle.

Hoy las cosas han cambiado. El oficio de profesor ha caído en picado hasta llegar al descrédito social e incluso al escarnio público. No es raro escuchar voces poco amistosas entre los padres de alumnos contra un profesor que no ha valorado a su hijo conforme a las aspiraciones que él mismo tiene.

Al mismo tiempo, he conocido algunos jóvenes que ahora estarían satisfechos por ser contratados como barrenderos o basureros. Pero antes de llegar aquí, yo ya había reciclado la basura que mis profesores habían barrido hasta mi cabeza. Me había dado cuenta de lo tranquilos que paseaban los barrenderos por los jardines urbanos, como pastores guiando un rebaño de cubos de limpieza. En todo caso, manteniendo el ánimo más alto que los profesores de hoy día, sin sufrir su estrés y sin problemas de autoridad con las plantas del parque. Esto lo descubrí compartiendo el tiempo al aire libre con ellos y su plácida dignidad, alejados de los currículum y las estadísticas, hasta que aprendí de los barrenderos lo que mis profesores no habían querido enseñarme: el valor de reconocer la propia humildad y de poder ganarse la vida desde la sencillez de no pretender impresionar a nadie.
El barrendero se convirtió así en el profesor de mi segunda juventud.

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